Una descripción en visita turistica

Por Julián Varsavsky

El sueño del arquitecto

En Barcelona, la iglesia de la Sagrada Familia, la Casa Vicens, el Parque Güell... Pero el gran creador catalán Antoni Gaudí también dejó en otros lugares de España la impronta de su genial concepción arquitectónica. En un recorrido por el universo Gaudí desde la capital de Cataluña, una visita al Palacio Episcopal de Astorga y a la Catedral de Mallorca.

Al llegar a Barcelona la obsesión de todo viajero es ver las torres de la Sagrada Familia iluminadas en la noche. Y se entienden las razones, porque la iglesia es una de las obras cumbre de la historia universal del arte, dueña de un extraño esplendor gótico y moderno a la vez, que atrapa toda la atención, haciendo olvidar que en el resto de la ciudad –y también del país– están desperdigados otros componentes del “universo Gaudí”. Que aunque no sean tan monumentales, gravitan en ese microcosmos onírico ideado por este singular catalán creador de edificios que desafiaban la geometría clásica y sufrían pronósticos de derrumbes incumplidos hasta ahora.

Gaudí desarrolló a comienzos del siglo XX un concepto vivo de la arquitectura inspirado en la naturaleza, que lo impulsaba a crear sus obras a diario y a impulsos desordenados, con unos esbozos previos en el

papel para continuar improvisando sobre la marcha de cada obra. De hecho pocas veces hacía planos detallados, sino que prefería plasmar sus ideas en maquetas tridimensionales.

Esta capacidad de pensar en tres dimensiones, decía Gaudí, era una habilidad adquirida de niño cuando observaba los diseños de alambiques que hacía su padre. De allí que la Sagrada Familia –que se espera esté terminada en 2026– suele ser objeto de debate entre los arquitectos actuales porque las instrucciones dejadas por Gaudí son bastante ambiguas.

EL ORIGEN La Casa Vicens –construida en el barrio de Gracia para el corredor de bolsa Manuel Vicens– fue el primer encargo importante que recibió Gaudí no bien se graduó de arquitecto en la Universidad de Barcelona, donde el director al entregarle el título declaró: “Hemos dado el título a un loco o a un genio, el tiempo lo dirá”.

La Casa Vicens es parte de una serie de obras gaudianas inspiradas en el arte oriental –mudéjar, persa y bizantino– reflejado en una decoración sobrecargada de azulejos cerámicos multicolores, con torres en forma de templete y cúpula, y una monumental fuente de ladrillo formada por un arco parabólico. En esta casa Gaudí comienza a perfilar su estilo –entre 1883 y 1888–, aunque no se aparta de la regla y la escuadra, es decir, de la línea recta que predomina sobre la curva.

Hacia final del siglo XIX Gaudí se sumó –a su manera– a la revalorización de la arquitectura gótica, que volvía a estar de moda en Europa. El gótico fue por cierto el estilo que más influyó en la síntesis final que sería luego la arquitectura gaudiana, del cual hizo por supuesto su relectura, ya que lo consideraba un estilo “imperfecto y a medio resolver”. Y aseguraba que “una prueba de que las obras góticas son de una plástica deficiente, es que producen la máxima emoción cuando están mutiladas, cubiertas de hiedra e iluminadas por la luna”. En cierta medida, algo similar despierta hoy en la Sagrada Familia a medio construir, y hay quienes plantean que no se la debería terminar.

La obra máxima del período puramente neogótico de Gaudí es el Palacio Episcopal de Astorga, que le encargaría su amigo el obispo Joan Baptista Grau i Vallespinos, luego del incendio del edificio anterior. Los trabajos comenzaron en 1889 en esta localidad cercana a la ciudad de León, con una fachada de cuatro torres cilíndricas rematada con un almenado mudéjar y un foso alrededor. Gaudí abandonó el trabajo de este palacio a medio terminar por desavenencias con las nuevas autoridades de la Iglesia, así que fue terminado por otro arquitecto en 1915. Y años más tarde, ese palacio con aspecto de fortaleza funcionó como tal ya que durante la Guerra Civil fue un cuartel de la Falange.

LOS CLASICOS MODERNISTAS Uno de los edificios que Gaudí diseñó en Barcelona es conocido popularmente como La Pedrera. Pero su nombre real es Casa Milá –el apellido de su dueño original– y el apodo se debe a que parece una gran roca calcárea clavada en el asfalto. Fue construida entre 1906 y 1910 con un frente de piedra ondulante como el mar, que refleja el tratamiento revolucionario otorgado por el arquitecto a la rejería de los balcones. Su intrincada trama de acero negro prefigura un ambiente tétrico que llevó a los vecinos del refinado Paseo de Gracia a retirarle el saludo al señor Milá por haber “desprestigiado” la zona con semejante “engendro”. Según su autor, esas rejas eran algas marinas que rememoraban el conjunto de huellas que la tierra y el mar dejan en las rocas.

En la parábola de las piedras y el mar de la fachada de La Pedrera se puede rastrear uno de los ejes filosóficos de la obra gaudiana: “Todo sale del libro de la naturaleza; el gran libro que hay que esforzarse por leer. Los demás libros están sacados de él”. Gaudí estudiaba las líneas de fuerza por las que se descomponía un tronco al bifurcarse en grandes ramas. Y de allí surgieron, por ejemplo, las columnas interiores de la Sagrada Familia que se unen al techo divididas en varios brazos. Aseguraba que no existían mejores estructuras que el tronco de un árbol y el esqueleto humano. Y argumentaba además que las piernas separadas sostienen mejor al cuerpo que estando juntas, y de allí las columnas inclinadas que hay en edificios como el Teatro Griego del Parque Güell. Por último, decía que la línea recta, “perfecta y uniforme”, no existe en la naturaleza. Y por lo tanto tampoco se la ve en La Pedrera, considerada la obra máxima de la arquitectura doméstica de Gaudí, una especie de gran “escultura” habitable.

El frente de La Pedrera –que en verdad nunca fue terminado– no adelanta mucho sobre el universo fantástico que encierra en su interior. Sin dejar de lado la funcionalidad, Gaudí valorizaba desde lo artístico los espacios marginales como un simple desván. También aplicaba a los interiores un sentido lúdico y un tratamiento onírico de la luz, con atrevidas combinaciones de colores y vitrales de analogías naturalistas. La totalidad adquiere así un inconfundible aire a casa encantada.

El éxtasis de este edificio se alcanza en la azotea –un espacio marginal por excelencia–, convertida en un supra-mundo fantasmagórico con chimeneas y conductos de ventilación que proliferan en forma de esculturas con el perfil de un tótem enmascarado oteando el infinito.

Al concebir un edificio, Gaudí solía diseñar también los muebles que decoraban el interior, cada pasamanos e incluso los originales lavatorios de los baños, que llevaban su sello “deformador” de las líneas más comunes. Reconocidos ebanistas, vidrieros, ceramistas, herreros y carpinteros trabajaban a sus órdenes, ayudándolo a crear un ajustado clima orgánico donde cada detalle era estudiado en relación con la totalidad. Una de las pequeñas obras maestras de la decoración gaudiana es la puerta de hierro forjado en la entrada de la finca Güell, que literalmente espanta a los visitantes con un dragón negro que remite al Jardín de las Hespérides en la mitología griega, pródigo en manzanas de oro que garantizaban la inmortalidad.

A principios del siglo XX, los miembros de la burguesía catalana surgida del tardío éxito local de la Revolución Industrial, competían entre sí por ostentar las mejores mansiones. Y Gaudí supo aprovechar esta circunstancia para acceder a los medios económicos que requería su arte.

La otra casa famosa de Gaudí en Barcelona la diseñó para otros de estos burgueses –la familia Batlló– entre 1904 y 1907. Y la fachada exterior remite otra vez a la naturaleza, con sus columnas que parecen huesos humanos articulados y un techo cubierto por la cola escamada de un dragón o un dinosaurio gigante que se arrastra sobre la superficie.

UTOPIAS INCONCLUSAS Gaudí era una persona propensa al misticismo católico. Sin llegar a decirlo nunca, quiso ser el “arquitecto de Dios” y no por casualidad su obra más pretenciosa fue el Templo Expiatorio de La Sagrada Familia, que le ha valido el inicio de los procedimientos de canonización en el Vaticano. Esta última, como otras de sus creaciones, apenas si pudieron comenzarse a construir. Eso ocurrió con otra obra a gran escala –interrumpida por la bancarrota de su mecenas Eusebi Güell–, que iba a ser una colonia obrera donde se instalarían fábricas y habitaciones para trabajadores en las afueras de Barcelona. Iba a ser una pequeña ciudad autónoma –casi una utopía– con su propia iglesia, de la cual apenas se construyó una genial cripta abovedada de planta poligonal estrellada.

La aparición de Eusebi Güell en la vida de Gaudí se remonta a 1878, cuando el joven arquitecto preparó una vitrina de bronce, madera y cristal por encargo de un comercio de guantes, para exhibir en el pabellón español de la Exposición Universal de París. La belleza y vanguardismo de la pequeña obra impresionó al industrial catalán. Rápidamente surgió una amistad y el empresario fue su mecenas. Gaudí temía en un principio que sus sueños arquitectónicos fuesen confundidos con los de un vulgar burgués, pero se percató de inmediato que su nuevo cliente no sólo le otorgaba libertad absoluta sino que además no se preocupaba por lo abultado de las facturas.

El proyecto inmobiliario residencial Parque Güell fue otro de los mega-sueños fantasiosos de esta dupla. Tampoco se concretó –lo cual le otorga su cuota de fascinación al lugar–, pero al menos llegó a avanzar bastante. Dentro de un predio amurallado de 15 hectáreas sobre la ladera de la Muntanya Pelada, Gaudí proyectó una ciudad-jardín de lujo donde iban a construirse sesenta casas, para las cuales llegó a venderse una sola parcela. Entre los sectores que se llegaron a construir hay elevados y puentes sostenidos por columnas con forma de tronco, galerías para pasear entre los bosques, una extraña escalinata y un largo y sinuoso banco que recorre el perímetro de una terraza decorado con la técnica del trencadis, un mosaico de fragmentos de azulejos rotos surgida de la imposibilidad de pegar este material sobre las superficies curvas.

En el centro del Parque Güell se levanta la explanada del Teatro Griego, sostenida por una desordenada columnata seudo-dórica. Y aunque el proyecto inmobiliario se frustró, al menos se pudieron construir dos de las originales casas que se habían proyectado, una de ellas sede del Museo Gaudí.

LUCES DE LA CATEDRAL Al proyectar una obra Gaudí estudiaba previamente la orientación del edificio según los puntos cardinales –en función del ingreso de luz–, la climatología de la zona e incluso en el caso de la Sagrada Familia, realizó análisis de acústica inéditos para la época. Y en ese ensamblaje de variables la luz jugaba un rol fundamental, mediada generalmente por vitrales. Decía Gaudí: “La luz que consigue la máxima armonía es la que tiene una inclinación de 45 grados, pues incide en los cuerpos de un modo que no es de forma vertical ni horizontal. Es la que se puede considerar la luz media, que da la más perfecta visión de los cuerpos y su matización más exquisita. Es la luz del Mediterráneo”.

En toda la obra de Gaudí se puede observar la aplicación de este concepto sobre la luz, especialmente en su intervención decorativa en la Catedral de Santa María de Palma de Mallorca, entre 1903 y 1914. Esta catedral fue construida sobre una antigua mezquita, resultando un monumental edificio gótico de 44 metros de altura. Allí el arquitecto desmontó el retablo barroco del altar mayor, desplazó el coro del centro de la nave, colocó nuevas cantorías y púlpitos, instaló la luz eléctrica y situó un gran baldaquín sobre el altar mayor.

En los nuevos vitrales de la Catedral de Mallorca, Gaudí ensayó su nuevo método de yuxtaponer vidrios de colores primarios, variando el grueso del cristal para graduar la luz. Las reformas –que Gaudí llamaba restauración– fueron del agrado del obispo pero no así de los canónigos de la Catedral ni de la opinión publica. Concretamente, causaron horror las policromías de la sillería del coro con sus manchones rojos que simbolizaban el sacrificio de Cristo, acompañadas de una inscripción que rezaba: “Caiga su sangre sobre nosotros”. Esto, sumado a otros incidentes, provocó la dimisión de Gaudí antes de terminar los trabajos, que de todas formas tuvieron su sello.

TRISTE Y SOLITARIO FINAL Gaudí llegó al final de su vida bastante solo. No tuvo esposa ni hijos y desde 1915 se dedicó exclusivamente a la Sagrada Familia. Acaso para seguir de cerca sus lentos avances, se instaló con un catre en el obrador de la futura catedral, viviendo como un ermitaño mal vestido en una especie de retiro espiritual, dedicado a la creación de su obra cumbre, que a los 74 años era evidente que nunca vería terminada. “Mis grandes amigos están muertos; no tengo familia, ni clientes, ni fortuna, ni nada. Así puedo entregarme totalmente al templo”, declaró el arquitecto. Cuando el 10 de junio de 1926 lo arrolló un tranvía, en el hospital lo confundieron con un mendigo y dos días después era enterrado en la cripta de la Sagrada Familia, convertido así en el constructor de su propio mausoleo.

Hoy en día, su ayer menospreciada obra no ha podido ser siquiera imitada y sigue estando, para muchos, en la vanguardia de la arquitectura e incluso del arte. “La originalidad consiste en volver al origen”, decía Gaudí engañosamente, porque a partir de esa premisa creó un mundo extraño y ondulado con espacios fantasmagóricos sin ángulos rectos, llegando tan lejos de todo lo visto antes como nadie lo pudo lograr jamás.